PLASENCIA-EMPALME EN LA NOSTALGIA

Autor: Faustino Rozalén Martín


  Aprovechando un fin de semana primaveral, dirigí mis pasos hasta la estación de ferrocarril Monfragüe, antiguamente denominada Plasencia-Empalme y, libreta en mano, fui recorriéndola palmo a palmo, llenando sus hojas de anotaciones que me servirían para escribir sosegadamente estos renglones, y dar hacia atrás a la inexistente “moviola del tiempo”, para situarme en los años de mi niñez y primera juventud.
  Por esto de ahorrar tiempo y palabras, desde siempre fue conocida familiarmente como Empalme, sin el Plasencia, y a sus habitantes les colocamos el gentilicio de “empalmistas” para distinguirlos de los residentes en el casco de Malpartida, “chinatos”, aunque pertenecía este poblado ferroviario a nuestro pueblo y era, al fin y al cabo, un enorme barrio suyo, unido a él por una carretera de tierra y piedras que medía poco más de una legua.
  En el diccionario de Madroz de 1848 encontramos el nombre de un pequeño monte denominado “Parazuelo”, cuajado de encinas, sobre el que se edificaría el poblado cuando, en el siglo XIX, se desarrolló la red ferroviaria del oeste de España. Tal vez por esta razón, el nombre de Palazuelo reemplazó al de Plasencia.
  Recuerdo las locomotoras de RENFE, alimentadas por carbón, desprendiendo columnas de humo en su lento rodar, arrastrando vagones con mercancías o viajeros sentados en asientos de madera, encima de los cuales, sobre una repisa, se colocaban maletas de cartón o madera, cestas y hatillos. Y también viene a mi mente el vendedor de coplas que a diario se embarcaba en Plasencia para hacer su pequeño negocio en las eternas paradas de trenes que en esta estación se producían para realizar laboriosas maniobras. Y toda una piña formada por maquinistas, fogoneros, jefes de estación, guardafrenos… se ponía en movimiento, mientras los pasajeros deambulaban por el andén, repostaban en la cafetería o pernoctaban en la estación. “Parada y fonda”, se decía.
  El Ferrobús alemán sustituyó a las máquinas de carbón y la marca española Pegaso, más potente, desplazó a la germana a principios de la década de los sesenta, aumentando la velocidad  y haciendo el viaje más confortable con asientos cómodos.

  En mi paseo por el desierto poblado, tuve la suerte de toparme con las hermanas Encarni y Loli León y, más tarde, con José Antonio Canelo y su esposa, Soledad, a quienes manifesté mi intención de escribir unos renglones para inmortalizar recuerdos ancestrales. Y ellos, que pasaron gran parte de sus vidas allí, hicieron un alarde de amabilidad y me regalaron su tiempo y vivencias de niños y adolescentes en aquel lugar que llegó a tener más de mil almas y ahora sólo son nueve las personas que residen habitualmente en él. Recordamos juntos la escuela de niños y niñas, por donde pasaron maestros chinatos (D. Gervasio Serrano Tejeda, Dña. Benita Sánchez Fernández o D. Manuel García Martín) y forasteros ( la abulense Dña. Mª Cruz,  placentina Dña. Mª Antonia Rivero, cordobesa Dña. Margarita, casito D. Tomás, malpartideño D. Jacinto…), que disponían de casa propia; el consultorio médico provisto de vivienda, donde ejerció, hace ya muchos años, el doctor chinato D. Justo Canelo, abuelo del señor que me facilitaba información; la iglesia, cuyo Patrón San José se encuentra en Béjar, edificio sagrado en el que  oficiaban misa los domingos y fiestas de guardar coadjutores de Malpartida, que fueron sustituyéndose en el transcurrir del tiempo (D. Benigno Aparicio, D. Cirilo Terrón, D. José María, D. Pedro Prieto…), y hoy tapiadas con ladrillos puertas y ventanas, y donde una cigüeña es centinela desde el nido de palitroques situado junto a una pequeña campana, vigilando la entrada y salida de bandos de palomas y pájaros que anidan en su interior y se cuelan por un ojo de buey como Pedro por su casa. Nunca los pájaros tuvieron mejor dormidera. Hablamos de las fiestas de mayo con bailes amenizados por la orquesta placentina “Capri” o la morala de Cabanillas, en una pista delimitada por tubos adornados de tomillos; de películas proyectadas por “tío Valdehucas”, de charangas que recorrían las calles o vaquillas que divertían a viejos y revolcaban jóvenes con sangre torera; de un inolvidable festival taurino, en el que participaron de modo altruista toreros de la talla de Julio Aparicio y Antonio Bienvenida, en una plaza construida con traviesas de las vías por los habitantes del poblado el último año de la década de los cincuenta o el primero de los sesenta; de procesiones el día del Patrón y de la estridencia de máquinas pitando al mismo tiempo cuando la imagen era portada a hombros de fieles “empalmistas” encorbatados; de la cafetería y fonda de Hilario y los bares de “Los Solana”  y Regino, establecimiento que también se utilizaba como sala de cine y ultramarinos, lo mismo que ocurría en la tahona de Julián Oliva que, además de abastecer de pan a sus habitantes, era repartido por las fincas cercanas con un destartalado coche, dispensando en su establecimiento  comestibles, bebidas, tabaco o sellos de correos.
  Luego me hicieron pasar al aula de los niños, transformada en “museo”, en donde las paredes están empapeladas por fotografías de antaño sin más color que el blanco y el negro. Cientos de fotos con rostros de aquellos habitantes adultos y equipos de fútbol de niños y jóvenes que dieron vida y alegría a un poblado convertido en pueblo, en el que el silbido de las máquinas y el tejemaneje de los viajeros formaban parte de una idiosincrasia especial.
  “La Rubia”, pilotada por Silvino, y más tarde la “Empresa Basquero”, hacían a diario el trayecto Malpartida-Empalme llevando o recogiendo viajeros y portando cargas de tabaco para el estanco, prensa, correspondencia o rollos de películas metidos en sacos de tela que se proyectarían en los cines chinatos…; taxis o coches particulares procedentes de Plasencia o Malpartida, transportando gentes de ida o vuelta; andenes repletos de vida humana que encerraban en sus rostros el misterio del destino y el pretexto del viaje…; y acudió a la conversación el recuerdo de Manolo “El Alguacil”, hombre bueno de carnes magras y escasas, diminuto de estatura, paseándose con su gorra de plato y casaca de botones dorados, que le daban aires de autoridad y orden público; y también Manolo Mera “El Cartero”, encargado de recoger las sacas con correspondencia y sustituir a quien fuese menester en cualquier población; y su esposa “Chenchi”, que atendía la oficina, conocedora como nadie de nombres, apellidos y residencia de cada habitante, a quienes llevaba a domicilio la correspondencia y pequeños paquetes sellados con lacre para guardar sus misterios hasta llegar al destinatario, o dispensaba cartas y paquetería a Tabacalera, Camping y fincas cercanas desde su estafeta; y el recuerdo de la señora Inocencia y su hija Urbana, que colocaban un puesto de frutas y chucherías junto a la estación, al que acudían vecinos y transeúntes en busca de frutas de temporada o golosinas…

  Recordamos tiempos en los que el joven Paco Rueda ganaba vueltas ciclistas y exhibía trofeos en los estantes del armario de su casa; y cuando el equipo de muchachos, perfectamente uniformados, disputaba partidos de fútbol contra nosotros en el campo del “Brasil”, arbitrados los encuentros por el cura, que se suponía sería neutral por decir misa en ambas poblaciones. Y casi siempre se inclinaba el éxito a su favor, pues eran excelentes jugadores. Mis cicerones me permitieron reproducir una fotografía (1960) de aquel equipo que era para nosotros una pesadilla, y que quiero utilizar para ilustrar este escrito, inmortalizando los nombres de los jugadores por el mismo orden con que se muestran: Jaime, Vitín, José Mª, Ángel Matías, Joaquín (“Quini”) Rodríguez, Regino, “Joaquinito”, Julio, Luis Floriano, Cipri, Paquito Matías y Esteban. Todos ellos setentones cuando escribo estos recuerdos, tan frescos en mi memoria y tan lejanos en el tiempo.
  Pero, a partir de 1985, cuando se produjo el cierre de la línea a Astorga para pasajeros y los avances técnicos requerían menos mano de obra, cuando, para más inri, dos años después se construyó un tramo que permitía ir directamente desde Cáceres a Plasencia sin pasar por Empalme, el éxodo de la población fue calamitoso y los pabellones comenzaron a vaciarse de moradores, emigrando a distintos puntos de la geografía española, principalmente a Madrid y Barcelona, diezmando su población hasta llegar a la situación lamentable en que se encuentra actualmente. Y si en 2002 tenía tan sólo 46 habitantes, en la actualidad, como ya indiqué, cuenta con nueve, que continúan aferrados al lugar donde pasaron su juventud y criaron a sus hijos con el sonido de fondo de pitidos y sonsonete de hierros. La belleza del poblado, que en otros tiempos fue uno de los nudos ferroviarios más importantes de España, ha dado lugar a la catalogación de “Bien de Interés Cultural” desde 2004, el único de los 47 existentes en el país, a pesar del estado ruinoso en que se encuentran sus instalaciones que, situadas en un entorno ambiental y cultural, puerta del Parque Nacional de Monfragüe, bien pudieran ser protegidas y restauradas con fines didácticos y turísticos.

  En mi caminar por las calles del desierto poblado, recordé el desaparecido embarcadero, lugar utilizado en época de trashumancia para el transporte de animales en vagones,  traspasé la entrada de pabellones sin puertas ni ventanas, sin barandillas protectoras de escaleras destruidas. Y en ellos sólo pude ver colchones sucios y rotos, borra por los suelos repletos de botellas y vasos hechos ciscos, paredes pintarrajeadas de grafitis, maderos carbonizados, tejados hundidos, estructuras de hierro caídas en el interior de viviendas, hierbajos nacidos entre las tejas árabes que aún perviven, dignamente, en su lugar a pesar del tiempo y del descuido, higueras que brotaron en el interior de habitaciones o cocinas, ventanas sin cristales, marcos y persianas requisados por desaprensivos, cantidad considerable de nidos de golondrinas bajo los aleros, setos altísimos y descuidados que, atosigando a una mimosa, la obligan a doblarse regateándolos para buscar la luz solar, gatos que se cuelan en los pabellones por debajo de puertas desvencijadas y los convierten en sus propias viviendas…; escenas todas que me recuerdan el horror de un bombardeo. Y, a ambos lados de las calles, crecen hierbas sin que nadie pueda detener su invasión. Al finalizar mi recorrido, reparé en un naranjo silvestre y en los eucaliptos gigantescos que flanquean la antigua carretera; son los mismos que veíamos cuando íbamos a jugar partidos de fútbol, a coger el tren para sufrir exámenes en la capital o incorporarnos al servicio militar… Ellos, si los árboles recordaran y tuvieran sentimientos, que han sido testigos de la catástrofe, convertirían sus innumerables hojas en lágrimas.
  Algún chalet salpica el poblado, porque “empalmistas” nostálgicos han querido asentarse en el lugar donde trabajaron sus padres y  disfrutaron de la escuela primaria, de los juegos y primeros escarceos amorosos. Aunque sólo sea para venir algún fin de semana o pasar unos días en él cada año. Y se reúnen, procedentes de cualquier punto de nuestra geografía, el primer fin de semana del mes de junio para celebrar una fiesta inventada por un grupo de románticos; los mismos que jugaban contra nosotros en el campo del “Brasil”. Y cantan, bailan, beben y comen, adornan con banderitas la plazoleta donde estaba la escuela, iglesia, consultorio médico y comercio…y, sobre todo, recuerdan tiempos de antaño, rememoran a sus mayores, maestros, compañeros de juegos, curas y trenes silbando a coro mientras procesionaban la imagen del Patrón vestidos con ropa de fiesta…
  Cuando mi esposa y yo dábamos clases en una pequeña aldea marinera de La Coruña, preguntábamos a nuestros alumnos:
  -¿Qué vas a ser de mayor?- y casi todos los varones contestaban
  -Eu mariñeiro, como meu pai- (yo marinero, como mi padre).
Pues imagino que si los maestros de Empalme hubiesen formulado a los niños de entonces la misma pregunta, la respuesta habría sido:
  -Yo maquinista, para sentirme poderoso conduciendo un enorme tren.


          28 de marzo de 2019

Comentarios

  1. Acabo de leer su artículo que me trae recuerdos de otra época. En Plasencia-Empalme residieron mis padres durante la guerra, en los años 37 al 39. Mi padre era maquinista y fue movilizado desde Vigo, con él se desplazaron mi madre y mis dos hermanos, yo permanecí en Galicia a donde regresaron al final de la contienda. Mi madre me contaba que, una vez a la semana se desplazaban en tren a Plasencia Ciudad para hacer compras. A los veinte años ingresé en Renfe, donde ejercí como maquinista (como meu pai). Durante buena parte de mi vida laboral, en la estación de Chamartín, hasta 1992 tuve algunos compañeros de trabajo que procedían P. Empalme y alguno había trabajado con mi padre. Durante mi residencia en la estación de Zamora, durante mi residencia allí, el Jefe de la Reserva de locomotoras, también lo había sido en P. Empalme. Gracias por su atención

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